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Carina

Vivía casi cayéndose del mapa. El mar era un desconocido que vivía a más de veinte kilómetros y la ciudad le pertenecía a corbatas y tacones, pero no a ella. No había letras impresas en su casa, salvo las que se posaban en el papel con que Luisito, el almacenero, envolvía los huevos. Allí ella espiaba pedacitos de historias, cuánto costaba un auto, cuántos goles se gritaron el fin de semana. A veces se cruzaba con fragmentos de no realidad, perdidos “Había una vez...” entre fotos de sociedad y crónicas policiales. Sin embargo, nunca llegaba al final, faltaban líneas, párrafos, páginas enteras. En las noches, en la cama poblada de hermanos, ella se refugiaba en sueños donde su casa era un bosque y ella una niña que conversaba con lobos. En su familia solo ella leía y estaba sedienta de libros. En la escuela los conoció pero detrás de vidrios y rejas y candados. No podía tocarlos, ni olerlos, ni llevárselos al costado de su corazón. Pero a sus doce años algo cambió. Ya caminaba sola al l

Nuestro lugar en el mundo

PP Exprés: Cine en la TV abierta (Suplemento Domingo, 17/04/2005)

Para qué la vamos a hacer sencilla, si la podemos complicar...