"... Ya nos han de pagar, la que deben en Quinteros"

Pte. Bernardo Prudencio Berro


En el Uruguay post Quinteros se especulaba con buenos tiempos futuros:


“… puede decirse que se abre una nueva era de prosperidad y engrandecimiento para la patria” escribía el Jefe Político de Durazno Simón Moyano al Ministro Antonio de las Carreras. Qué equivocado estaba.

Como dijimos anteriormente aquella hecatombe llevada a cabo por manos coloradas maquilladas de “fusión” contra otros colorados nostálgicos de la Guerra Grande, sirvió de base para para alzar banderas de proclamas, reclamos de revancha y precisamente justificar venganzas en nombre de los mártires.
Vientos soplaban con promesas de libertad, pero traían en sus entrañas el perfume ácido de la violencia, la traición, el intervencionismo… otra vez y otra vez la sangre se derramaría en suelo uruguayo.

Venancio Flores sería el caudillo colorado que se erigiría como una suerte de libertador de una patria que, según él, agonizaba en las manos del gobierno blanco de Bernardo Berro. Pero bajo la bandera de la "cruzada libertadora" lo que avanzaba no era la libertad; era la sombra del imperio, el eco lejano de intereses extranjeros y las cicatrices de una guerra civil que nunca terminó de sanar.

Flores, veterano de muchas batallas y experto en la alquimia de la política, no marchaba solo. Detrás de él estaban las manos del Imperio de Brasil, que veía en Uruguay una ficha más en el tablero de su expansión. A su lado, también susurraba el oro de Buenos Aires, deseosa de controlar los destinos de una nación que parecía más frágil que nunca. Aunque es justo decir que dicha fragilidad estaba siendo combatida por Bernando Berro, blanco pero devoto de la fusión, quien aprovechó el influjo de la “paz”, siempre tan frágil, siempre tan endeble, para aplicar medidas que parecían ajenas a su tiempo.

El gobierno de Berro implicó una de la tentativas más serias para modernizar la estructura del Uruguay” dicen Barrán y Nahúm.

En lo económico y social: los vacunos llegaron a ocho millones de cabezas; crecieron los ovinos, ahora importantes a más de dos millones; hubo mejoramiento de razas, creación de una moneda nacional, fijación de un salario mínimo rural (ocho pesos por mes), potenciación de la agricultura, gravámenes a las importaciones de ganado en pie a Brasil, no renovación de los tratados de comercio y navegación pasados ya diez años. Y por si fuera poco, intentó favorecer la industria nacional” nos cuenta el Historiador Leonardo Borges en “Sangre y Barro” sobre la gestión del Presidente Berro.

Sin duda que tanta medida tratando de limitar la influencias del imperio brazuco, su postura de combatir los partidos (“un hombre que saliera a la calle pública llevando la bandera blanca o la bandera colorada y evocando los viejos odios y renconres sería considerado como perturbador” declaró Berro el 16 de julio de 1860), su cordialidad y afinidad patente con el enemigo declarado de las potencias argento-brasilera como lo fue Francisco Solano López de Paraguay y encima dar inicio a la secularización del estado uruguayo, no hizo más que alentar a una masa importante de inconformes que lo hará enfrentar una revolución en su contra allá por 1863.

Detrás de Venancio Flores estaban no solo los colorados intransigentes sino que el apoyo descarado del Imperio Brasileño, algo más disimuladamente el de Bartolomé Mitre de Argentina y nada más y nada menos que la Iglesia Catótica (¿gente sorprendida? ¡NAIDES!)

Resumidamente: a la lucha por hacer crecer al país, modernizarlo y lograr una estabilidad tantas veces esquivas, se le enfretaron las armas.

El 19 de abril de 1863, Flores desembarcó en las costas de Uruguay con un puñado de hombres. Los llamaba "libertadores", y sus banderas coloradas llevaban sendas cruces a modo de guiño nada sutil a las cruzadas católicas medievales. Estos libertadores del país, como tantas veces en el pasado, eran mayoritariamente por mercenarios y soldados extranjeros. Era el comienzo de una campaña que pretendía derribar el gobierno, dar un golpe de estado. Berro resistía con la obstinación de un hombre rodeado, defendiendo no solo su gobierno sino la soberanía de un país asediado por sus vecinos, por su propia historia de caudillos y facciones, por el insaciable apetito de aquellos que querían adueñarse del destino de los otros.


La cruzada de Flores avanzaba, pero no lo hacía como una ola liberadora, sino como una tormenta de sangre. Los pueblos y ciudades caían ante las tropas coloradas, mientras los campos se llenaban de cadáveres que ya no pertenecían a nadie. En nombre de la libertad, se destruía todo lo que encontraba a su paso.

Y entonces, ya sin Berro en la presidencia, la revolución llegó a Paysandú. El bastión final, la ciudad que se convirtió en el símbolo de una resistencia que parecía imposible. Ante la mirada impotente de Montevideo, la esperanza de un futuro mejor se desvanecía. El gobierno que alguna vez había tratado de unir a un país dividido ahora se tambaleaba frente al peso de las armas y las traiciones.


Pero de esta nueva crisis, de este nuevo desperdicio de vidas y de la violencia pariendo violencia, hablaremos la próxima entrega.

Gracias por estar del otro lado.

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