Quinteros: Un país hundido en el barro de sus propios odios


Febrero de 1858. El cielo, mudo testigo de guerras que parecen no tener fin. El escenario: Quinteros, en donde sucedería una calamidad inentendible y cruel que, como en otras matanzas, se ha tratado de ocultar, de forzar el olvido y barrer bajo la alfombra con indisimulada vergüenza. Una hecatombe que persiste en la memoria, como un eco sombrío que resuena en la historia de Uruguay.

El contexto: entre 1852 y 1856 se repartieron el gobierno del país entre Juan Francisco Giró, Venancio Flores, un insólito triunvirato de Flores, Lavalleja y Rivera (que aparte de inconstitucional, duró solo en la imaginación de sus creadores porque fallecieron dos de los tres integrantes, Lavalleja en octubre de 1853 y Rivera en enero 1854) y muchos, muchos interinatos porque, si algo resaltaba de aquellas épocas, era que los períodos de gobierno no solían cumplirse en tiempo y forma. Así llegamos, no exentos de inconvenientes, a presenciar una presidencia ejercida y cumplida completamente: la de Gabriel Antonio Pereira.


Los años no habían traído paz, la fusión tampoco. El país, aunque con menos de treinta años ya estaba envejecido por tanta lucha. Una forma de gobierno con magros resultados y escaso apoyo popular, solo lograba que entre bambalinas se acrecentaran más y más aquellos sentimientos ligados a las divisas, a los partidos. Los caudillos y el resto de aquella sociedad acostumbrada a pelear urdían en las sombras, intrigaban, gestaban y avivaban en secreto viejas rencillas, antiguos rencores. Es que la Guerra Grande había dejado sus huellas en cada rincón, en cada corazón. La fuerza de las palabras nada pudieron hacer; el achacar a las divisas y criminalizar a los partidos, nada mejoró, todo lo contrario.


Tan mala es una de esas divisas como la otra; y trapo sangriento por trapo sangriento, cada uno se quedará con el que tiene para que la opinión no le marcase como tránsfuga. Rompo pública y solemnemente esa divisa colorada, que hace muchos años que no es la mía, que no volverá a ser la mía jamás. No tomo, no, la divisa blanca, que no fue la mía, que no será la mía jamás.” Fragmento del manifiesto del Dr. Andrés Lamas en 1855. 


Así, a mayor esfuerzo de parte de los doctores de gobernar sin partidos, estos, lejos de caducar, florecían:


“El gobierno de Gabriel A. Pereira, de origen colorado (aunque de estilo moderado y liberal), era visto como el gobierno de la Unión. (…) Pero existía un sector colorado intransigente, llamado Partido Conservador, que no estaba de acuerdo con la fusión. Su denominación era más que elocuente. El partido Conservador había sido creado en 1853, y se reconocía como colorado, y justamente conservador de “las tradiciones de la Defensa”. Prof. Leonardo Borges, “Sangre y Barro”, pág. 132.


Para sorpresa de absolutamente nadie, la debacle y los enfrentamientos se fueron sucediendo uno tras otros provocando intentos continuos de desestabilización por parte de quienes en sus fueros más íntimos, seguía viva la Guerra Grande, es decir, los blancos eran sus enemigos mortales.


Los Conservadores, liderados entre otros por el General César Díaz, fueron haciéndose fuertes y llevaron adelante varios intentos de sublevación. Le siguieron la persecución, el presidio, condenas, exilio, indultos, acusaciones de subversión, nuevamente el exilio, más levantamientos… en definitiva: rebelión.


En enero de 1858, el ya mencionado General César Díaz, desde Buenos Aires (que no ocultaba su apoyo a los conservadores) invadió el país. Desde la prensa porteña se publica el manifiesto de los invasores alejado abiertamente de la sutileza y declarando a los cuatros vientos su intolerancia hacia el contrario:


  1. Retírese la ciudadanía a todos los que hayan pertenecido al partido de Rosas y Oribe.

  2. El artículo anterior comprende hasta la quinta generación.

  3. Queda prohibido que puedan aprender a leer hasta la quinta generación.

  4. Ninguno podrá tener más capital que el de 10 pesos en fincas, negocios, amueblado y equipaje.

  5. La infracción de este decreto se castigará con la pena de muerte. (Manifiesto Conservador, escrito presuntamente por Juan Carlos Gómez, publicado en el diario porteño La Tribuna, enero de 1858)


La rebelión conservadora fue obteniendo voluntades y más hombres se fueron sumando a sus filas. Incluso se intentó tomar la capital del país, aunque sin éxito. De todas maneras algunas batallas fueron con saldo victorioso para los rebeldes como la de Cagancha dada el 14 de enero.

Quien perdía definitivamente era esa paz tantas veces prometida, tantas veces postergada, tantas veces atacada.


“No tenga escrúpulos, no! … Es necesario extirpar esa raza maldita, que más de una vez ha entregado al país al extranjero … es preciso que corra sangre, porque ella es necesaria para sellar la revolución… Fusile usted a todo el que no quiera plegarse a nuestras ideas; a todo el que no quiera aceptar las tradiciones gloriosas de la Defensa” (Carta del Gral. César Díaz dirigida a Tomás Gomensoro, 20 de enero de 1858)


Lucha feroz, brutalidades varias de uno y otro bando y la desmesura que se hizo habitual. Muertes, mutilaciones y torturas. El interior alzado en armas con César Díaz comandando las acciones coloradas y Anacleto Medina defendiendo a … la fusión, aunque, ironía mediante, Medina ERA COLORADO, pero para los ánimos conservetas, cualquiera que se les oponía eran solo una cosa: ENEMIGOS.


A poco más de un mes de la sublevación, Anacleto Medina logra vencer a los insurgentes colorados y estos se rindieron en el Paso de Quinteros.


“Ésta era una de tantas revoluciones que habían ensangrentado el territorio nacional; pero esta vez, el final sería un desastroso principio. Medina demandó instrucciones al presidente. ¿Qué haría con los prisioneros? Las instrucciones llegaron raudamente: “que deben ser inmediatamente fusilados cualesquiera que hayan sido las condiciones en que cayeron en su poder” Pivel Devoto, “Historia de la República Oriental del Uruguay” pág. 260.


Soluciones bárbaras, para tiempos igual de bárbaros. La historia aquí nos pone en una encrucijada, y en ella salen a relucir órdenes y contra órdenes, decisiones y marchas atrás, sed de venganza y deseos de revancha tomando vidas por vidas, devolviendo golpe por golpe.


En primera instancia a esa orden de fusilamiento le sucedió una larga gestión intercediendo a favor de los prisioneros que, entre otros, involucró a diplomáticos extranjeros, un grupo de damas, actores políticos, etc. La sumatoria de estas voluntades resultaron en una significativa presión que logró una rectificación presidencial. Rápido y veloz se tomaron los recaudos para hacer saber a Medina el cambio de decisión del primer mandatario. Pero de nada sirvió, no fue lo suficientemente rápido ni veloz el chasque enviado a Quinteros y César Díaz, Francisco Tajes y Manuel Freire, los jefes de la rebelión fueron fusilados y con ellos sus soldados que fueron quintados (uno de cada cinco, era elegido para morir).


Un nuevo final violento, una revolución aplastada bajo el peso de revanchas y rencores que tiñeron de rojo el suelo uruguayo… otra vez. Más de ciento cincuenta ejecutados, entre ellos uno de los célebres Treinta y Tres Orientales (Freire), hombres que dejaron de ser, pasando sus nombres a engrosar la larguísima lista de muertos en un país demasiado habituado a este tipo de matanzas. 


De todas maneras, ya redondeando, me atrevo a meditar que lo que hizo de Quinteros una hecatombe no fue el número de muertos, sino la manera en que murieron. Los prisioneros fueron ejecutados sin piedad, los cuerpos mutilados, la saña en la torturas, en el desprecio mutuo y el encono mostrado en ambos bandos hace que este episodio, aún hoy, en cierta forma asuste. 


Quinteros fue la confirmación de que en Uruguay, la violencia era la ley verdadera, y que el gobierno central en Montevideo, era una sombra impotente. En estas tierras la ley era un susurro, la paz era una palabra vacía y la muerte iracunda, feroz, lo habitual. 


Las consecuencias de esa jornada sangrienta no se hicieron esperar. El país, que ya se tambaleaba, quedó aún más dividido. Gabriel Pereira, ese hombre que quería gobernar un país que no existía bajo la ilusión de la fusión, se vio más solo que nunca. La ironía muestra su peor rostro y nos presenta a un presidente colorado, un General colorado maquillados de fusión, asesinando a colorados. Y, sin embargo, la hecatombe sería vista como un crimen de los blancos contra los colorados. Los caudillos de estos últimos, fortalecidos por la sangre derramada, usarían la misma como plataforma para sus futuros levantamientos, porque sí, amigos, habrá tiempo para otros desquites.


De ellos se hablará en próximas entregas donde traeremos más episodios donde la ferocidad era moneda corriente y la única regla que se cumplía era la de los sables.


Comentarios

Publicar un comentario

Antes de publicar, piense si su mensaje puede llegar a herir a alguien. Gracias.