¿Cómo andan?
Seguro que andan habitando diversos terceros lugares ya que este mes urge juntarnos “antes de fin de año” a tomar una y ver en qué andamos. Diciembre es un mes complicado, cerrar balances, cursos, plazos que no pueden dejarse para marzo aunque haya decreto de bajada. Por eso esas juntadas que nos van salvando de la locura laboral y nos permiten hacer mini abandonos del hogar vienen tan bien.
En mi caso, los terceros lugares fueron creciendo gracias a la radio y por eso la columna anterior era una forma de festejarnos y agradecer a TPLMP la locura de hacernos amigos. Pero hoy tampoco profundizaré en las comunidades de oyentes de radio porque me distraje paseando por el barrio y saludando vecinos.
"Picture it: Sicily 1922…"
arrancaba Sophia Petrillo. Y yo me voy atrás en el tiempo pero no tanto.
Pude disfrutar a mi bisabuela hasta sus 95 años. No llegó a verme madre como deseaba pero sí nos disfrutamos muchos en mi niñez y adolescencia. Nació en 1907, hija de un bravo napolitano que llenó de hijos a mi tatarabuela y la trajo consigo al Río de la Plata. Con su hermana eran las que laburaban en la casa y fuera de ella para bancar la vidurria que podían tener sus hermanos varones en esos tiempos. Así que iba a la escuela y luego a limpiar pisos a cepillo de mano y jabón en una casa de familia. Conoció a mi bisabuelo a sus 20 años, un castellano que se había venido con una mano atrás y otra adelante a probar suerte en América. Tuvieron tres hijos, la mayor sería mi abuela. Trabajaban juntos atendiendo un almacén y bar en Garzón y Aparicio Saravia, llegando casi a Colón. La Cosmopolita era el bar y la fonda de los obreros y los hombres del barrio. Doña María, mi bisabuela, era quien cocinaba y servía a los parroquianos. Cuando ambos pudieron dejar de trabajar, mi bisabuelo se dedicó a la huerta y mi bisabuela a coser en la singer y cocinar.
Con ella aprendí muchas cosas, una de ellas es ver el cocinar como un acto de amor con el que compartimos con otros lo que sale de nuestras manos. La bisa era católica, iba a misa los domingos y cuando me quedaba en su casa la acompañaba a rezar el rosario por la noche escuchando la transmisión radial. Era una mujer moderna, amaba el amor y mientras otros hacían cruces al ver una pareja homosexual o que un nieto se juntaba sin casarse, ella festejaba y ayudaba con lo que pudiera en su felicidad. Y, cuando llegaba Navidad, ella elegía festejarla con todos. Y cocinaba budines ingleses, muchos. Y se asomaba a la cerca, cruzaba la calle, tocaba el timbre. Y repartía esos budines entre los vecinos y cada año ellos la esperaban porque sabían que iba a pasar. Con algunos intercambiaba limones, jazmines y consejos, con otros apenas un buenos días, unas buenas tardes.
¿Pero por qué contarles de mi bisabuela? Porque este año, como tantos otros, cociné budines en su memoria. Y crucé la calle y toqué la puerta. Y mientras le contaba a los vecinos más nuevos el por qué de esta conducta algo extravagante, me puse a pensar también en el viejo Ray y su necesidad de juntarse con otros.
Entre 1928 y 1933, mientras la bisabuela criaba a sus tres pequeños hijos, Roberto Arlt publicaba en prensa unas crónicas tituladas “Aguafuertes porteñas”. Allí desmenuzaba el ser del porteño con relatos casi fotográficos de lo que pasaba en la ciudad. Lo hacía con humor y con cierta mirada desencantada, avizorando aquello que el progreso pondría en peligro.
En una de esos relatos arranca diciendo: “Llegaron las noches de las sillas en la vereda” y pasa a desgranar la presencia de ciertos personajes:
“Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez. Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás”.
En ese cuadro tan variopinto se concentra en un objeto:
"Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el “jovie”. Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
-Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al “propietario de al lado”; silla que se ofrece al “joven” que es candidato para ennoviar; silla que la “nena” sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa “linuya”, en una charla agradable, mientras “estrila la d’enfrente” o murmura “la de la esquina”.
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: “¡Pero, hija! ocupás toda la vereda”.
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana."
Cuando arranqué a participar en el blog estuve navegando, indagando sobre terceros lugares. En ese momento encontré en Twitter al colectivo interdisciplinario El Gato y La Caja (@ElGatoyLaCaja), un grupo de jóvenes que se propone combinar ciencia y diseño para desarrollar contenidos que nos ayuden a entender el mundo tal cual está e imaginar cómo queremos que sea. En julio de este año ellos plantearon un cruce entre la teoría de Oldenburg y lo que nos dejó la pandemia ilustrándolo con la foto de esas veteranas instaladas en la vereda. Y, a propósito de los terceros lugares, decían:
“¿Cuántos lugares de estos hay en nuestras ciudades? ¿Qué tan accesibles son? ¿Tenemos lugares a donde ir cuando nos sentimos solxs? Mientras la urbanización aumenta, la soledad indeseada alcanza niveles preocupantes para la salud pública global, según la OMS. A esto se suma que internet (en especial a partir de la pandemia) fusionó para muchas personas estos tres lugares. En algunos casos, el espacio físico en el que vivimos se convirtió en el mismo en el que trabajamos y socializamos. Pero algunos estudios publicados en los últimos años identifican menores niveles de soledad indeseada entre personas que viven en zonas con mayor disponibilidad de terceros lugares y entre quienes conocen más personas dentro del área en la que viven."
Después de tanta poesía y ciencia social ya no me queda mucho más que agregar. Quizá el deseo de que en los barrios en que aún pase esto no se pierda la costumbre. Y en los que no, que los más jóvenes seamos capaces de buscar otras modalidades ciudadanas. Y así, los vecinos, las vecinas, no perdamos la oportunidad de cruzar la calle, tocar la puerta, dar los buenos días, las buenas tardes, regalar jazmines o budines ingleses.
Los espero en unas semanas, gracias por estar allí…
Precioso relato de lugares tan comunes como únicos. Muchas gracias por compartir.
ResponderBorrarGracias por tu lectura!!! ❣️
ResponderBorrar