Cómo estamos de vacaciones, pero queremos estar presentes en el blog para que Reyes no nos expulse, dejamos programada hoy, 2/7, esta columna que usted estará viendo hoy -ingrese la fecha de hoy en su mente-.
Mientras seguimos bebiendo caipiriña en el norte brasilero, les dejamos esta majestuosidad escrita por uno de los tipos más graciosos que existieron: el negro Fontanarrosa. (lo que sigue, no lo que está arriba, que también es un chistún)
Llegue al final, se va a morir de risa.
EL CAMARADA FEODOROVICH
La finalmente admitida muerte de Jury Andropov pone de nuevo sobre el tapete un controvertido artículo del periodista rumano (actualmente exiliado en Afganistán) Giurgiu Rosiorii, publicado a mediados de 1976 en el diario promaronita KandaharKuch, de Kabul. El artículo desnuda, con certera clarividencia, bisagras ocultas del turbio sistema de poder del oso soviético. Entendemos como una obligación su lectura para todo aquel que desee descifrar, al menos en parte, el jeroglífico político de la Rusia actual.
Los miles y miles de moscovitas que pudieron observar la corpulenta figura de Nicolás Yussuf Feodorovich presidiendo con gesto adusto el anual desfile militar del 1° de Mayo de 1958, no habrán alcanzado a advertir, en aquel ya lejano día, que el flamante premier estaba muerto.
Para los joviales y disciplinados soviéticos, orgullosos y deslumbrados ante el marcial pasaje de los tanques de 40 toneladas T-70 y los nuevos misiles de medio alcance SS-14, la visión de un Nicolás Yussuf Feodorovich de mejillas encendidas y ojos brillantes no podía ser, jamás, la de un cuerpo que había exhalado el último hálito de vida dos semanas atrás, en la lejana Kishiniov de Moldavia.
Pero, precisamente, hasta esa industrial ciudad a orillas del Dniester se habían trasladado, catorce días antes, los más altos miembros del Comité Central, ante el anuncio de la muerte, sobre el duro camastro de una granja colectiva, del hombre que venían reservando para emplear como figura que ensombreciese la imagen eufórica, exultante y ascendente de Nikita Serguéievich Kruschov.
Nadie, salvo un oscuro granjero de Tiraspool quien había compartido los últimos días de Feodorovich, sabía de la muerte del ex sastre mayor del Ejército Rojo, en retiro. Tampoco fue notificada su familia ya que, según confesó años después Anastas Mikoian, no se la quería alarmar vanamente.
Con la troika de jerarcas que marchó hacia Moldavia, también lo hizo Paul Rhöndorf, taxidermista alemán, prisionero de los rojos desde el sitio de Leningrado, y muy discutido por su teoría sobre las ventajas del empleo del almidón y el alambre en su trabajo. Rhöndorf, casi un anciano de 76 años, había sido ayudante cercano de Goebbels, a quien le había embalsamado una tortuga aria, muerta en el espantoso bombardeo de Dresde.
Fue así que, dos semanas después de su muerte, Nicolás Yussuf Feodorovich reaparecía, triunfal, ante la vista pública, elevado al cargo de primer ministro y enfundado en un grueso tapado de piel de foca. La prensa, inadvertida de la maniobra, recogió el advenimiento a los primeros puestos del politburó con apenas unas líneas en las páginas interiores.
«Firme, sin un pestañeo que comunicase una sola de sus emociones, el nuevo primer ministro parece ser el hombre indicado para manejar con frialdad el difícil momento mundial» dijo el «Norodny Tribun».
«Nada consiguió desalentar la cuidadosa revista que el camarada Feodorovich realizó de nuestras fuerzas armadas. Ni siquiera las ocho horas de paso constante de tropas y pertrechos lograron hacer flaquear su voluntad, su entereza física», elogió «Krokodil».
De allí en más, y durante un año, aduciendo que Nicolás Yussuf Feodorovich debía empaparse de los complicados mecanismos del Kremlin (protocolo, horarios, tráfico de ascensores), el Consejo de Gobierno retiró a su primer ministro de la vida pública.
Se sabía de él, tan sólo, que estudiaba sus resoluciones en un despacho casi inaccesible y sus dictámenes tomaban estado público a través de mensajes radiales o editoriales de prensa. Nadie sabía, por supuesto, que Feodorovich se hallaba depositado en una cámara frigorífica para su preservación, en uno de los sótanos del Kremlin, donde también suelen guardarse los típicos gorros de piel, abrigos en general y hasta quesos de la república de los Kalmukos, muy sensibles a los cambios de temperatura.
El único que se atrevió a inquirir por la presencia del primer ministro fue, en una tumultuosa reunión de los Comités Agrarios, el propio Nikita Kruschov, molesto debido a que todas sus ideas, embates y resoluciones eran atribuidas, por el Presidente del Soviet Supremo, a Nicolás Yussuf Feodorovich. Este pasó a ser, de esa manera, la eminencia gris, el monje negro que, sin aparecer, conducía con mano maestra los destinos de las repúblicas socialistas soviéticas. Kruschov quedaba, apenas, como el hombre de choque, que ponía la cara ante las complicaciones inesperadas o las fricciones frente a Occidente.
Pero la ausencia física de Feodorovich no pudo prolongarse por más tiempo luego de la frustrante experiencia de la entrevista con Richard Nixon, enviado de Lyndon Johnson a Rusia, en procura de flexibilizar las tirantes relaciones entre ambos países, en 1959.
Nixon intentó hablar, durante más de una hora y cuarenta y cinco minutos, traductor mediante, con un sillón vacío puesto a su frente. El traductor soviético simulaba consultar con el respaldar del sillón y luego contestaba con cortas frases al vicepresidente americano. Pero en el Buró Político quedó la impresión de que Nixon, aun sin conocer el idioma, había notado algo raro.
«Nunca, como en esa ocasión —declararía el vicepresidente americano a su regreso a Washington— sentí la sensación de que nuestra pretendida relación con los rusos es tan sólo un monólogo.»
El Buró Político admitió que había llevado las cosas demasiado lejos, y las fotos de Nixon, el traductor y el sillón de Feodorovich vacío difundidas por todo el mundo a través de las teletipos, en nada contribuyeron a disipar los rumores que habían empezado a correr sobre una posible enfermedad del primer ministro soviético.
Pero al día siguiente, 19 de junio de 1959, el Comité Ejecutivo lograba un golpe de efecto. Ese día partía desde la fastuosa estación de Küznetzki, en Moscú, un convoy especial trasladando al primer ministro en una gira de acercamiento a los alejados pueblos del interior. Pocos se extrañaron de que, en el vagón ministerial, el aire acondicionado mantuviese la temperatura en los 18 grados bajo cero, cuando afuera el otoño moscovita era cálido y benéfico.
Así relató el «Novosibirsk Dien» el paso del tren gubernamental por la estación de la hermosa ciudad siberiana, capital socialista del cultivo de la chaucha: «Nos llenó de emoción la fugaz imagen del camarada Feodorovich saludando al pueblo desde una de las ventanillas del vagón principal. A su lado, el camarada comisario Mikhail Kornilov, tomándolo por la muñeca, le sostenía el brazo en alto, a la manera con que los jueces del viril deporte de los puños consagran al triunfador de la lid. ¡Tal era la alegría de la comitiva! Alegría visible, incluso, a pesar de los casi 90 kilómetros horarios que desarrollaba el convoy».
Por su parte, el «Mujic de Voroshilovgrad» plasmaba de esta manera la impresión del paso del primer ministro por dicha ciudad ucraniana: «El tren se detuvo durante dos minutos en la estación y allí pudimos apreciar la nieve que cubría los mullidos asientos del vagón principal. Al arrancar nuevamente, vimos, con emoción, cómo el camarada Feodorovich era abrazado, ceñido fuertemente por los hombros por los camaradas Riazanov y Menyinski. No se turbó en ese instante el rostro del primer ministro, pero no puede dudarse que, a pesar de sus rasgos imperturbables, muy rica debe ser su condición humana si provoca tales manifestaciones de cariño entre quienes lo secundan».
Tras la gira, que duró dos días, otra vez Feodorovich fue enclaustrado y quitado de las miradas del pueblo. Tras unos meses de silencio, los periódicos que respondían a los intereses de Nikita Kruschov (el «Novaia Nikita» y el «Nikita Slovo») volvieron a la carga, sugiriendo que el primer ministro se hallaba muy enfermo. El Soviet Supremo contraatacó con un recurso simple. Consciente de los inconvenientes que acarreaba toda presentación en público del cadáver de Feodorovich, decidieron reemplazar sus salidas oficiales por una profusa campaña gráfica. Enormes cartelones de más de sesenta metros de altura por treinta de ancho con el retrato de Feodorovich fueron instalados en la Plaza Roja. En distintas partes del país aparecieron estatuas de cuerpo entero del estadista y los diarios y revistas se cansaron de publicar fotos de Feodorovich, sentado, de pie, departiendo con otros jerarcas, jugando con su pequeño oso panda Ninja y hasta danzando, en pose algo rígida, con su secretario privado.
Sin embargo, el rumor ya había ganado la calle y las redacciones del mundo entero.
El 24 de octubre de 1963, el Kremlin debió admitir públicamente: «Nuestro primer ministro Feodorovich deberá guardar reposo durante algún tiempo, aquejado de un fuerte resfrío de origen canceroso que no alterará su ritmo de trabajo».
Consultadas las fuentes oficiales sobre el tiempo que demandaría su recuperación, la respuesta indicó que los médicos calculaban de dos semanas a cuatro años.
Para mayo de 1964, Nicolás Yussuf Feodorovich era considerado ya, públicamente, un «cadáver político». Y dos sucesos fueron a precipitar su ocaso para fines de ese mismo año. Primero, el holocausto de la perra Laika en el metálico vientre del satélite Sputnik. El éxito espacial soviético, evaluado por todos como un sonoro cachetazo al orgullo del Tío Sam y atribuido por el Congreso del Partido al genio creativo de Feodorovich en el último intento por recuperar su prestigio, fue usado como bandera de lucha por la fracción «Animales de la URSS», corporación de índole trotskista abocada a la defensa y preservación de las especies inferiores del paraíso soviético.
«Animales de la URSS» inició, a través de todos los circos, una feroz campaña contra el primer ministro, culpándolo del sacrificio de la célebre perra cosmonauta, y sindicándolo como «falaz» ya que había prometido su retorno, indemne, a la Tierra.
En un desesperado esfuerzo por recomponer la imagen de Feodorovich, el Partido decidió presentarlo públicamente en el homenaje al Soldado Desconocido, en Stalingrado, el 2 de febrero de 1965. Lo hizo a sabiendas del riesgo que corría ya que, días antes. Paul Rhöndorf, el embalsamador oficial había debido viajar intempestivamente hacia Petz, donde, se rumoreaba, ya estaba estudiando un nuevo candidato para su conservación. Rigurosamente durante esos largos siete años, cada 48 horas, Rhöndorf había aplicado inyecciones de prohidrato de benceno en el yerto cuerpo del primer ministro a los efectos de consolidar su mantenimiento y evitar la delicuescencia. El Buró Político decidió arrostrar las posibles incómodas derivaciones, ocasionadas por la falta de una de las dosis, y en la fecha prevista, la figura erecta de Nicolás Yussuf Feodorovich podía ser contemplada, una vez más, por miles y miles de rusos conmovidos y sensibilizados por la fecha que se conmemoraba.
Lo angustioso ocurrió sobre el mediodía. Mientras el comisario Vladimir Smolny desgranaba un discurso recordatorio de los millones de camaradas caídos en la lucha contra los invasores alemanes, en una pieza oratoria cuya congoja, cuyo respeto y cuyo contenido dolor superaban todo lo recordado, en el cerúleo rostro de Nicolás Yussuf Feodorovich comenzó a dibujarse una notoria, tensa y escalofriante sonrisa.
De nada valió que Vassili Lozovski, ministro de Educación, depositase un largo beso sobre la comisura distorsionada de la boca del primer ministro procurando retornarla a su postura de habitual seriedad. Nicolás Yussuf Feodorovich continuó durante toda la ceremonia con su rostro ensanchado por aquella sonrisa crispada y gélida hasta que, entre cuatro, lo metieron en un coche y se lo llevaron.
Nunca más se lo vio. Su irrespetuoso gesto en el acto del 2 de febrero fue considerado como un ejemplo de tremenda falta de tacto político. El 8 de febrero de 1966, el ex barquero del Volga, León Nijni Spiridinova tomaba su puesto en reemplazo de Feodorovich, sin que mediase explicación oficial alguna. Una mañana de marzo, los moscovitas advirtieron, con indiferencia, que en algunos de los inmensos carteles de la Plaza Roja, al rostro de Feodorovich le habían crecido largos cabellos, barba y bigotes, lo que le daba un cercano parecido a Carlos Marx. En otros, directamente, lo había suplantado una densa capa de pintura azul con una leyenda que recordaba la importancia de los logros espaciales rusos. También, de la noche a la mañana, las estatuas de Feodorovich tuvieron una extraña mutación. Más bajas, como si les faltase una cabeza de altura, ahora representaban a una mujer aldeana, símbolo del esfuerzo rural socialista.
Quienquiera que buscase algún documento gráfico probatorio de la existencia de Feodorovich, también corría el riesgo de hallarse ante desconcertantes escenas: fotos de funcionarios dialogando con un interlocutor invisible, reuniones del Comité Central donde se apreciaba un vacío inexplicable y hasta una extraña imagen del secretario del Partido, Igor Nevsky, bailando solo.
Seis años después, este cronista, invitado por el Kremlin a una función de gala, se perdió por uno de los inmensos pasillos de la Morskaia, buscando un baño. Dio de pronto, equivocadamente, con un pequeño desván casi en penumbras. Pudo ver allí, entonces, un cuerpo en el suelo, prácticamente oculto bajo cortinas viejas, bidones de kerosene, vigas en desuso y cajas de botas vacías, algo que, en principio, confundió con un maniquí. Luego, al acercarse, vislumbró trabajosamente un cuerpo cubierto de polvo, carcomido por las termitas y las polillas, pero, aun así, sospechosamente parecido al camarada Feodorovich.
Fontanarrosa, R. No Sé Si He Sido Claro y otros cuentos. 1986.
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