Éxito

Hay biografías que parecen escritas de atrás hacia delante, como si supiéramos el destino de los personajes apenas comienza el relato. Como si el desenlace hubiera contaminado el comienzo, y todo lo que vino después no fuera más que una crónica de una muerte anunciada. Quizás por eso hoy las docuseries y los biopics tengan tanto éxito.

En esa línea difusa entre el genio y el desastre se encuentran Amy Winehouse y Emmanuel Carrère: ella, con su voz que sabía demasiado para alguien tan joven; él, con sus libros que hurgan en lo más incómodo del alma humana. 

Amy cantaba como si el tiempo no existiera. Cada nota suya era un eco de Billie Holiday, de Dinah Washington, de un dolor antiguo que venía a decir que las heridas no tienen época. Pero también había algo profundamente contemporáneo en ella: la cámara siguiéndola al salir tambaleante de un pub, los tabloides midiéndose a ver quién la destruía con más morbo y menos estilo. Amy era talento puro atrapado en una sociedad que no perdona la fragilidad. Su historia no fue solo la de una artista atormentada, sino la de un cuerpo puesto en una vitrina.

Amy

Carrère, en cambio, no canta. Escribe. Pero lo hace con la misma desnudez, con esa voluntad de arrastrarse por los pasillos más oscuros de su mente. En Yoga se descompone, en Una novela rusa se expone, en El adversario elige al otro como espejo y se encuentra a sí mismo. Como Amy, parece moverse en el filo entre la lucidez y la destrucción. Como si el conocimiento íntimo fuera una forma lenta de hacerse daño.

Ambos conocieron la consagración y el vértigo. No el de la altura, sino el que aparece cuando uno entiende que el reconocimiento no salva. Que a veces, incluso lo empeora. Amy alcanzó el éxito global con Back to Black, un disco que hablaba de pérdida, adicción, amor maldito. Nunca volvió de ahí. Carrère fue coronado como uno de los grandes escritores franceses contemporáneos, pero ni todos los premios ni el prestigio editorial impidieron que terminara internado, con el alma en pausa.

Hay un punto en común que los une más allá del talento: la exposición como condena. Amy no pudo sostener el personaje que el mundo le impuso. Carrère decidió desarmar el suyo, una y otra vez, como si escribir fuera la única forma de seguir respirando. En un mundo que premia la impostura, ambos eligieron mostrarse rotos.

Y quizás por eso siguen doliendo. Porque en sus obras hay algo que no cierra. Amy no tuvo tiempo de contarse a sí misma. Carrère todavía lo intenta, sabiendo que ese espejo a veces devuelve un rostro que no se reconoce. Son figuras incómodas, necesarias, imposibles de imitar. No construyeron una marca personal: dejaron una herida abierta.


Emmanuel

En el fondo, lo que incomoda no es su caída, sino el reflejo. Esa sospecha de que el talento, por sí solo, no basta. Que la sensibilidad sin red puede ser una sentencia. Que el éxito, si no encuentra un alma con la cual hablar, puede volverse un monstruo amable que te abraza mientras te asfixia.

Quizás lo que duele es eso: que ninguno de los dos pidió ser entendido. Solo escuchado. Leído. Sentido. Y que en ese intento, dejaron una obra que no explica, pero acompaña. Como un blues en mitad del insomnio. Como una página marcada que uno no sabe por qué, pero siempre vuelve a leer.

Saber qué es lo que se atesora de una figura relevante es un poco inútil,tanto como querer saber qué es lo que va a hacer de un tiktok un acontecimiento viral. Desde la crueldad que inmortalizó a Vlad Tepes a la valentía de Aníbal, para cada cualidad humana existe un máximo exponente. Me quedo con la impresión de que en estas épocas la humildad ha calado hondo, quizás porque la necesitamos como el aire, y hoy en un aliento nos quedamos agotados. A eso hoy le llamamos éxito.



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