El frío

Las temperaturas han caído en picada, como bombas antibúnker; y junto con ellas (ambas), parece que la humanidad —el sentido de pertenencia a ella— también.

Da la impresión de que ser artista, esa inclinación siempre sospechosa a los ojos de la sociedad —no importa en qué época—, es nacer sin mapa.

Adelantados a su tiempo, desorientados para el mundo y, a menudo, desechados por él. La historia tiende a romantizar el sufrimiento cuando uno ya es cadáver.

Muchas veces, esa falta de rumbo deja a grandes espíritus a la intemperie. Enfermos, empobrecidos y envueltos en un frío más social que climático. Muriendo sin consuelo, llevando consigo cosas urgentes por decir.

En esas muertes se cruzan el olvido y esa violencia silenciosa que la sociedad reserva para quienes no saben —o no quieren— adaptarse.

Crane

Stephen Crane nació en 1871 en Newark, Nueva Jersey, el decimocuarto hijo de una familia religiosa y modesta. Su padre, predicador metodista, murió cuando Stephen tenía nueve años. Desde chico mostró un desprecio feroz por la autoridad y una fascinación precoz por el lenguaje. Estudió brevemente en la Universidad de Syracuse pero abandonó todo para convertirse en periodista independiente en Nueva York. A los 21 años vivía en pensiones infectas de Manhattan, escribiendo crónicas sobre barrios miserables y prostitutas, mientras garabateaba su primera novela. Fue en ese entorno donde publicó Maggie: A Girl of the Streets (1893), una historia brutal y compasiva sobre la pobreza urbana que nadie quiso leer.



Dos años más tarde, con La roja insignia del valor, se consagró —brevemente— como un joven prodigio. Su relato sobre la Guerra Civil estadounidense no era patriótico ni heroico, sino humano, sucio y contradictorio. Fue traducido al francés, al alemán, y elogiado por veteranos y enemigos. Pero Crane era incómodo. Bebía mucho, se endeudaba, se enemistaba con los periódicos por no escribir lo que querían oír. Se enamoró de una dueña de burdel, Cora Taylor, con quien viajó a Cuba como corresponsal y naufragó frente a las costas de Florida: “Ningún hombre puede entender el mar hasta que ha dormido sobre él”, escribió después. Ya enfermo de tuberculosis, terminó sus días en un sanatorio alemán, a los 28 años, sin dinero para pagar su estadía. Murió escupiendo sangre, traduciendo a Kipling para sobrevivir, mientras su país lo olvidaba.

Gene Clark nació casi un siglo después, en 1944, en la ciudad de Tipton, Misuri. Era hijo de un cantante de country aficionado, de quien heredó el oído y la melancolía. Desde niño mostró un talento natural para la música: a los trece ya componía canciones y a los quince tocaba en bares locales. Su salto fue meteórico. En 1964 fue reclutado por Roger McGuinn y David Crosby para formar The Byrds, con quienes grabó himnos como Eight Miles High y I'll Feel a Whole Lot Better. Pero el éxito le pesaba. Gene no soportaba volar en avión, ni ser una celebridad, ni lidiar con el ego inflamado de sus compañeros. A los 22 años abandonó la banda que había fundado, justo cuando empezaban a conquistar el mundo.


Clark


Desde entonces, su vida fue un descenso solitario. Su obra solista brilló con luz propia —álbumes como White Light o No Other son considerados joyas ocultas—, pero fue ninguneado por la crítica y el público. Su discográfica tachó su música de introspectiva, poco comercial y oscura. Se refugió en una casa modesta en Sherman Oaks, viviendo de giras esporádicas, lidiando con el alcoholismo, la ansiedad y el fracaso. A veces se presentaba en bares con la voz resquebrajada y una guitarra que parecía pesarle como una cruz. 

“No hay hogar donde no se haya llorado”, escribió en una de sus letras más crudas. Murió a los 46 años, de una úlcera estomacal y de un abandono sistémico que lo devoró lentamente.

Crane y Clark nacieron pobres, escalaron a fuerza de talento puro y fueron expulsados del centro por no adaptarse al molde que el éxito parece imponer en cualquier lugar y momento. Murieron en habitaciones solitarias, sin los vítores que otros, menos brillantes, se llevaron en vida. Los unió el frío. El físico —la enfermedad, la intemperie, la desnutrición— y el social: el abandono de una industria que funciona a cuerda, y esa cuerda es simplemente el dinero.

Tal vez el problema no sea que el arte no sobreviva, sino que el artista no siempre lo logra. ¿Qué pasaría si prestáramos atención antes del final? ¿Cuántos Gene Clark y Stephen Crane están escribiendo hoy, con la estufa apagada, sin likes, sin contrato, sin editor y con el estómago vacío?

Una voz que podría cambiarnos la vida, si tan solo la escucháramos, quizás se fue con la bruma de la mañana invernal y jamás lo sabremos.





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