La honestidad

Charles Bukowski fue el cronista de los perdedores, los borrachos y los marginados. Nacido en 1920 en Alemania, su familia emigró a Estados Unidos cuando era solo un niño. La ciudad de Los Ángeles sería su musa y escenario para su prosa “basada en hechos demasiado reales”, podría decirse.

Su adolescencia fue una lucha constante contra la pobreza, el abuso familiar y un acné severo, que le dejó cicatrices físicas y emocionales. Era tal el problema, que antes del baile de graduación, mágicamente retratado en el cine, quedó fuera con la cara envuelta en papel higiénico, pues se llenaba de pus y sangre. ¿Asqueroso, verdad? Honestamente, sí.

En un documental sobre su recorrido existencial, demasiado bien documentado, Bukowski se dirige al baño de su casa de la infancia y recuerda cómo su padre, un emigrante que sobrevivía como barbero en los suburbios de Los Ángeles, lo azotaba en el baño con un afilador de navajas de afeitar. En aquella época, no nos referimos a una maquinita que realiza la función específica, sino a una larga cinta de grueso cuero. Aquello debía doler y mucho, como bien deducimos de las palabras de Bukowski que narra fríamente cómo un día, alrededor de los 12 años y en medio de una de aquellas zurradas, por primera vez la soportó sin emitir un quejido, lo que asustó a su padre. Fue la última vez que lo golpeó.

Bukowski


Tras una juventud errante, Bukowski encontró su peculiar voz literaria en los bares de mala muerte, los empleos temporales y los romances fallidos. Tenía un empleo como cartero, pero lo odiaba a pesar de que era una posición pública segura y estable. Para él era una tortura terrible. No paraba de intentar hacerse un lugar en el mundo de la escritura, escribiendo sórdidas historias para las innumerables publicaciones de poca monta que existían como entretenimiento de kiosco (sí, la gente compraba lectura como entretenimiento). Un día encontró un mecenas, un tipo que creía en su talento, así que calcularon que con 100 dólares mensuales él podría sobrevivir y dedicarse plenamente a ello. Este hombre le pagaría esa cifra por el resto de su vida mientras entregara sus preceptivas narrativas. Escribió una carta a la oficina de correos para la que trabajaba, que decía lo siguiente:

Me he pasado un tiempo considerable trabajando en esta oficina de correos y no me gusta. Me paso la mayor parte del tiempo en trabajos miserables y aburridos y odio a la mayoría de la gente con la que trabajo.

Tengo que irme.

Dejo este infierno para escribir.

Charles Bukowski

¿Quizás demasiado honesto?

Sus historias cortas y poemas se publicaron primero en revistas underground, pero fue con su primera novela, Cartero (1971), que alcanzó el reconocimiento masivo y comenzó una leyenda como el antihéroe literario por excelencia: escupía su verdad sin miedo a ensuciarse y despreciando el estilo y las temáticas de la literatura mainstream. Hablaba de antros y prostitutas con brutal honestidad en el retrato de aquellos lugares donde inició su carrera musical John Coltrane.

 

Coltrane

Nacido en Carolina del Norte en 1926, parecía en la superficie un contrasentido: su jazz estaba imbuido de una búsqueda espiritual y una profundidad introspectiva que no buscaba describir la suciedad del mundo, sino elevarse por encima de ella. Sin embargo, su trayectoria no estuvo exenta de demonios. Todo lo contrario. El saxofonista fue víctima de adicciones, atrapado en una espiral de drogas y alcohol que casi lo destruye. Pero fue en ese descenso donde Coltrane, como Bukowski, se encontró a sí mismo. En aquellos antros donde todo era prohibido, la mezcla de razas, las drogas estimulantes y los sonidos arcanos interminables de las jam sessions, las mujeres que fumaban y los maridos disolutos. Aquel estilo de vida se terminó el día que, al igual que el apóstol Pablo, en medio de su camino en la lucha contra los cristianos, es golpeado por un rayo y recibe la epifania del mensaje sagrado. Su obra cumbre, A Love Supreme, es un grito hacia lo divino, una meditación sobre la fe y la espiritualidad que elevó al jazz más allá de sus raíces, convirtiéndolo en una especie de música sacra. Coltrane no veía el arte como un simple reflejo de la realidad, sino como una herramienta para acceder a algo más allá de lo terrenal, una forma de redimir el alma a través del sonido. Diría acerca de esta experiencia:

Me gustaría darle a las personas algo como la felicidad. Me gustaría descubrir un método que me permitiera hacer llover en ese momento, si así lo quisiera. Si uno de mis amigos está enfermo, me gustaría tocar cierta canción para que se curara; cuando no tuviera dinero, llevaría una canción diferente e inmediatamente recibiría el dinero que necesita. 

Pero cuáles son estas piezas y cuál es el camino que uno debe recorrer para lograr su conocimiento, eso no lo sé. Los verdaderos poderes de la música son todavía desconocidos.

Tras superar su adicción en 1957, alcanzó nuevas alturas con su música, transformando el sufrimiento.

Bukowski y Coltrane eran narradores de la condición humana, pero desde perspectivas opuestas. Mientras uno se hundía en el basural de lo cotidiano, el otro elevaba sus notas hacia los cielos. Uno cantaba las miserias del hombre común, mientras el otro intentaba rescatar lo divino en medio del caos. Tanto el escritor como el músico entendieron que el dolor no era solo una experiencia a soportar, sino una fuente de creatividad, un lugar del que se podía extraer belleza, aunque fuera una cruda y teñida de la resaca del sufrimiento.



Y quizá, en esa lucha compartida, estos dos gigantes encontraron una especie de redención que trasciende la literatura y la música, tocando con honestidad lo más profundo de lo que significa ser humano.

Coltrane nos deja un gran consejo. Nunca te hagas tan grande o importante que no puedas oír y escuchar a los demás. También Bukowski hace lo suyo en un poema:

Si vas a intentarlo, ve hasta el final. 

No hay otro sentimiento como ese. 

Estarás a solas con los dioses; las noches se encenderán con fuego.

Hazlo, hazlo, hazlo. 

Hazlo. 

Hasta el final, 

hasta el final.

Llevarás la vida directa a la perfecta carcajada. 

Es la única buena lucha que hay.

 

Su legado más grande es la autenticidad, sin lugar a dudas. Tanto que desagrada, lo cual me hace reflexionar acerca de la honestidad y el doble truco falsasionista que conlleva ontológicamente, ya que la exigimos con vehemencia cuando la sabemos perdida, pero la detestamos cuando la recibimos sin pedirla.



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